martes, 20 de julio de 2021

EL ÚLTIMO RECUERDO, POR CLAUDIO FRESCO


Nunca me gustó la casa de mi abuela. Las temporadas en que mis padres, me instalaban allí, como si fuera un artefacto que había perdido utilidad, aún hoy, las recuerdo como un castigo sin motivo. Esas transferencias de dominio, sucedían cuando la relación entre ellos, estaba al borde de la intervención policial o cuando recuperaban el estado idílico que florecía en sus reconciliaciones y que celebraban, yéndose de vacaciones sin mí. Más que para colaborar con ellos, la madre de mi padre, aceptaba mi custodia para conseguir de su único nieto, el auditorio que había perdido, cuando con pocos meses de diferencia, fallecieron mi abuelo y su hermana soltera. 
La casa había quedado desajustada de su entorno. Mientras el barrio se fue haciendo más comercial y varios edificios en altura se habían construido en la misma calle del hogar paterno, tanto la fachada como el interior, permanecieron detenidos en el tiempo. Incluso desde mucho antes en que la fuente de ingresos de mis abuelos, pasaran a ser sus haberes previsionales. 
Mi padre tampoco tenía inclinación por esa casa. Cuando planeó el nuevo hogar para su matrimonio, rechazó la conveniencia de construir en el fondo del terreno y prefirió comenzar su nueva vida, alquilando a varias cuadras, casi en los confines del pueblo. Hoy que regreso a revisar su estado, antes de ponerla en venta, para solventar los gastos del geriátrico de mi abuela, celebro que la valoración sólo contemple los aspectos materiales, como las dimensiones del lote, su ubicación y orientación. Si el empleado de la inmobiliaria, que efectuará la tasación, supiera la satisfacción que me producirá desprenderme de la casa, podría aprovechar para reducir el precio estimado y acelerar la operación. 
Mientras la recorro, veo que el único mobiliario que queda en el comedor y la casa, es la mesa rodante donde se apoyaba el televisor. Deteriorada, con la mayoría de sus bordes estropeados y con las cuatro rueditas semiderretidas por el calor y pegoteadas al piso de pino tea, después de años inmovilizada. 
Nadie mostró interés por ella, en la feria que organicé para vender los muebles, la vajilla, los cacharros de la cocina y todo lo que se acumula con el tiempo, si nadie muestra interés en el ordenamiento. 
Mi vista queda fija en la mesita y me devuelve los besos interminables que se daban en la boca los actores en la novela de la tarde, mientras mi abuela plancha y en la otra punta de la mesa del comedor yo, que me dedico a hacer la tarea, detengo la escritura para no arruinar el cuaderno y absorto trato de aprender la perfecta técnica del beso. Así murieron mis padres, abrazados, probablemente besándose. Viajaban en su auto por la Quebrada del Toro en la provincia de Salta, camino a San Antonio de los Cobres, festejando un nuevo reencuentro romántico. Distraídos, siguieron de largo en una curva. Había ido a visitar a mi abuela a la salida de la facultad. Ya no planchaba y yo hacía rato que había aprendido a besar. Mirábamos la tele, como siempre, para acompañarnos, cuando llamaron para informarnos del trágico accidente. Sentí la soledad del dolor y me abracé a ella. Sin las inútiles rueditas, se la enviaré al geriátrico, repleta de fotos con sus actores favoritos.

Nota: Releo con placer este hermoso cuento en el que lo que más me llamó la atención es el lugar que queda detenido en el tiempo. Porque siempre pienso que son los sentimientos -obstinados- los que quedan  adheridos a las superficies,  mientras éstas se desgastan.
Sin dudas, me encanta este relato para ilustrar o crear collage, como los que yo misma hice con la aplicación  digital que programé en Scratch.


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